"Antes de la pandemia del Covid-19, cumplir 60 años significaba entrar en la madurescencia y tener casi media vida por delante. Incluso había que seguir trabajando bastantes años más, pués de otro modo se sobrecargaría el sistema de pensiones, debilitado por una sustantiva merma de cotizaciones del precario mercado laboral.
Sin embargo, de un día para otro, esa edad se torna el umbral de acceso al mayor grupo de alto riesgo sanitario, según las primeras estadísticas de mortandad producidas por la pandemia. Los madurescentes devienen sin solución de continuidad unos “vejestorios”, aunque sigan teniendo por delante muchos años de actividad laboral para poder jubilarse y dejar su puesto vacante.
Los dilemas morales planteados por la escasez
Por añadidura, la saturación del sistema sanitario plantea dilemas morales harto complejos. Se impone que los médicos evalúen las “expectativas vitales” del paciente. Cuentan los antecedentes clínicos, pero también el factor de la edad y, nos guste o no, tal criterio podría dar pie al paulatino e inadvertido advenimiento de una indeseada eugenesia.
Al tratarse de una emergencia, las medidas adoptadas deberían ser provisionales pero en una sociedad donde prolifera la escasez de recursos, los más viejos pueden acabar estorbando. Recordemos el planteamiento de la película Cuando el destino nos alcance, basada en una distópica novela con el significativo título de ¡Hagan sitio, hagan sitio!, cuya trama tiene lugar en el año ¡2022!
Kant, Mill, y el Titanic
Si no le comprendo mal, a juicio del profesor Enrique Bonete los ancianos deberían ceder con alborozo su cuota de cuidados intensivos a pacientes jóvenes, particularmente si estos tienen descendencia. Para sustentar este parecer, alega principios éticos que hace coincidir con su particular óptica cristiana e invoca una solidaria filantropía utilitarista en el seno de “la gran familia humana”, la cual se vería dignificada con semejante planteamiento.
Pretende sustentar sus tesis en Kant y Mill. Pero a mi juicio la lectura de Kant arroja un saldo muy diferente. Siempre que reconozcamos un principio tan fundamental como el de no utilizarnos a nosotros mismos como un simple medio instrumental para lograr una u otra finalidad, al margen de cual pueda ser esta. Y ni siquiera un hipotético Dios estaría habilitado para hacer algo así, según enfatiza el propio Kant al recalcar su premisa contra la instrumentalización propia o ajena de las personas. Por lo tanto nadie podría considerar su deber el inmolarse en aras de un presunto bien mayor, toda vez que, al hacerlo, estaría tomándose a sí mismo como un mero medio sin considerarse al mismo tiempo como un fin. Por otro lado, en Teoría y práctica Kant rechaza que un presunto derecho en caso de necesidad justifique arrebatar a otro naufrago su salvavidas y no se plantea en absoluto que nadie deba ceder esa tabla de salvación.
Desde luego, hablamos de situaciones donde impera una extrema emergencia, como la sufrida en el hundimiento del Titanic. Un trance en el que –dicho sea de paso– los criterios para subir al bote salvavidas estaban predeterminados por las tres diferentes clases del pasaje.
La cuestión es que, al creer insumergible la nave, no se dotó a ese navío transatlántico con suficiente número de botes salvavidas. Tranzando cierto paralelismo con esa imprevisión dictada por la prepotencia, cabe preguntarse lo siguiente ante ciertos estragos del Covid-19: ¿Cuál es el auténtico trasfondo de que no logremos reunir los recursos necesarios para paliar las emergencias provocadas por la pandemia en sociedades donde tanto menudea lo superfluo y escasean cosas que resultan de vital importancia?
Si tomamos en cuenta la edad o cualquier otro criterio personal para repartir la escasez de recursos, el siguiente paso podría ser el de catalogar a la ciudadanía según determinadas clases o categorías, e ir admitiendo sin darnos cuenta una eugenesia generalizada, tras descartar a quienes tengan menos esperanza de vida por una u otra razón.
De las decisiones puntuales a la teoría moral
Una cosa es tener que tomar puntualmente una compleja decisión deontológica en el trance del triaje, u optar personalmente por la eutanasia, y otra muy distinta otorgarle una cobertura teórica desde principios morales al indeseable trance de no poder vernos asistidos por escasear unos determinados recursos, como si esa opción pudiera devenir un criterio ético con validez universal para todos y bajo cualesquiera circunstancias asimilables. Cuando en realidad es una máxima de índole pragmática y totalmente coyuntural.
Imaginemos que junto a la edad se fueran tomando en cuenta otras circunstancias personales. Como las condiciones físicas naturales o adquiridas, la situación patrimonial, los trastornos emocionales, albergar unas creencias determinadas o el estar sin trabajo. Pues todo ello viene a incidir en las expectativas de vida del paciente. Por esa resbaladiza pendiente podríamos precipitarnos hacia el abismo de las doctrinas eugenésicas y es peligroso asomarse a ese precipicio sin las debidas cautelas.
A veces las reducciones al absurdo permiten visualizar mejor los problemas. Así lo hizo Jonathan Swift en su satírica Una modesta proposición. Exasperado porque no se adoptasen medidas para frenar el abuso de los terratenientes con sus arrendamientos durante malas cosechas concatenadas, y con ánimo de sacudir las conciencias, Swift recurrió a su cáustica ironía. Los empobrecidos campesinos podían decidir vender a sus hijos, para que se los comieran directamente quienes hacían morir de hambre a toda su familia. Lo malo es que hubo quien se lo tomó en serio.
En breve se publicará la segunda parte del articulo de nuestro amigo Roberto Rodriguez Aramayo
theconversation.com/profiles/roberto-r-aramayo-875223/articles
https://theconversation.com/ profiles/roberto-r-aramayo- 875223/articles
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Excelente corto sobre sentimientos de niños de las emigraciones que hoy pululan por el mundo.
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